Como todas mis historias, esta empieza con una resaca mañanera. Al avanzar los años, desde tu alocada juventud hasta tu inmadura etapa adulta, experimentas toda clase de estados de embriaguez: la borrachera feliz, típica en los adolescentes que nunca han experimentado con el alcohol; la borrachera agresiva, la cual te hace patear tanto objetos inanimados como coleguitas animados; la borrachera breakdance, la que te obliga tocar suelo repetidas veces...
Luego está la borrachera en blanco. Consiste en pasar por todos los estados posibles de borrachera hasta llegar al punto en que tu amiga amnesia te hace el favor de borrar los recuerdos vergonzantes de esa noche.
Ahí estaba yo: despierto y agonizante, sin recordar nada de la noche anterior. No me enorgullecía lo más mínimo mi estado... el cual se repetiría en contadas ocasiones a lo largo del Erasmus.
Resultaba que un amigo nuestro de la residencia tenía que volver antes de lo previsto para los exámenes de diciembre... así que el protocolo estaba claro: vodka polaco por un tubo. Lo último que recordaba era hacer una competición de chupitos con la loca de mi vecina... el resto era una nube blanquecina y borrosa de... nada, en verdad, ya que no lo recordaba.
Ese momento en que estás sentado, escuchando el relato sobre tus aventuras ebrias, es hasta surrealista. Hubo de todo: lloros por la marcha de mi colega el vikingo, magreo involuntario... hasta intenté nadar en calzoncillos por el pasillo. Ni metiéndome en la cama fueron capaces de aplacar a esa bestia parda al que yo llamo "estúpido yo".
"Al menos no salí de la residencia", pensé... aunque no era suficiente consuelo. La mitad del Erasmus y ya pasaban cosas de este calibre... y otras muchas que me guardo para mí. Y mi estúpido yo.
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