"Ya tenemos los billetes y nada que perder... ¿vamos?" Así empezó un gran fin de semana: Amsterdam.
Ya estábamos en febrero. A finales del año anterior, una amiga encontró unos billetes de Varsovia a Endhoven, ida y vuelta, por tan sólo 8 euros. El flipe era considerable. Nos organizamos un grupo de 5 o 6 personas para ir a Amsterdam. La cosa no podía pintar mejor.
Por azares de la vida, llegó la fecha señalada, y la gente se echó atrás. Justo el día anterior nos tocó decidir: ¿nos achantamos como el resto y lo dejamos correr?, ¿o nos arriesgamos y vamos mi amiga y yo solos? La decisión no pudo ser más acertada.
El primer paso fue coger el tren de Cracovia a Varsovia. Como estudiantes residentes en Polonia, teníamos múltiples descuentos. El viaje nos salió ultra barato. 3 horas de viaje y ya estábamos en el aeropuerto de Varsovia. Ahí cogimos el vuelo que nos llevó a los Países Bajos.
Fue un duro golpe el llegar y darte cuenta de que volvías al euro: todo me parecía muy caro. Tantos meses viviendo el sueño, se te hacía difícil salir de él.
Primera decepción: la guagua Eindhoven-Amsterdam, 40 eurazos ida y vuelta. El mayor truco de la historia. No contábamos con ese gasto. Podría decirse que el viaje nos costó alrededor de 50 euros. Seguía siendo una ganga, pero la diferencia era demasiada.
Durante el viaje en bus pude ver con detenimiento el paisaje: todo verde, cielo nublado... una sensación muy campestre me inundaba. Dicha sensación cambió de forma radical al llegar a nuestro destino.
Una urbe, mezcla casco antiguo con edificios muy coloridos y pequeños. El río atravesaba la ciudad, lo que le confería un encanto especial. Muchos puentes pequeños, canales por todos lados... y ciclistas a montones. En serio, la cantidad de personas que usan bici en esa ciudad es exagerada. Agobiante, quizás.
Muy bonito todo, pero acabábamos de llegar. Nuestro siguiente objetivo era buscar el hostal que habíamos reservado, aunque no fue problema, gracias a nuestra investigación previa a viaje. Mi compañera se curraba estas cosas, tenía una gran suerte.
Quedarse en hostales cuando estabas de viaje siempre era una experiencia nueva. Las habitaciones siempre eran de múltiples camas, así que podías quedarte con gente muy peculiar. En nuestro caso, no hicimos amistad alguna con nuestros compañeros de cuarto. Teníamos una ciudad entera que explorar. Tan sólo estábamos empezando.
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